-No lo entiendo. ¡Si
llevabas casi un año detrás de él! Consigues que salgáis y a la semana lo
dejas. Lo siento mucho, pero creo que te estás equivocando.
Agaché la cabeza y me
mordí la lengua. Yo estaba absolutamente segura de que quería a Jaime, y quería
estar con él, pero no me estaba equivocando. No podía mentirle sobre algo tan
importante si estábamos juntos. Maldije en silencio por no poder contar nada o,
simplemente, por tener algo que ocultar.
Al ver mi cara, Julia
me dio un fuerte abrazo e intentó animarme, con miedo de que volviera a llorar.
-No pasa nada. Ya sabes
que hablo sin pensar. Si de verdad su amistad es más importante para ti que cualquier
otra cosa, te apoyo, de verdad –al ver que aquello no me convencía, decidió que
lo mejor era cambiar de tema-. Bueno, pero sigue en pie lo del viernes, ¿no?
-¿El qué?
Me miró con cara de
decepción y me pregunté qué era aquello tan importante que se me había olvidado.
-Íbamos a quedar los
cuatro… Bueno, supongo que ahora los tres.
-¿Quiénes?
-Marcos, tú y yo.
Se me pusieron los ojos
como platos y, acto seguido, me empecé a reír. Julia se cruzó de brazos y
frunció el ceño.
-Me lo prometiste.
Me puse seria y la miré
fijamente. Era cierto, se lo había prometido, pero yo había contado con que
Jaime iba a venir. Desde luego que ya no le iba a invitar, lo único que le
faltaba era que le volviera a dar a esperanzas; por un tiempo, le daría espacio
para que las cosas fueran volviendo a su sitio habitual. Pero, de todas
maneras, el plan me resultaría mucho más
atractivo con él.
Suspiré y pensé en la
conversación que poco antes había mantenido con Marcos. Quizá esta sería una
buena ocasión para darle la oportunidad que pedía.
-Tienes razón –sonreí-
¿Cuál es el plan?
Ese viernes, una hora y
media después de la salida del colegio, estábamos los tres sentados en el
césped de un parque que habíamos encontrado frente a una universidad, al que
habíamos ido a parar después de recorrer todo el centro de la ciudad.
-Seguidme, que sé dónde
estamos –había asegurado Marcos.
Pero, tras cruzar
varias calles que ninguno era capaz de reconocer, Julia y yo conseguimos que
admitiera que se había perdido. Como compensación, decidió llevarnos a una
heladería que resultó ser una de las mejores en las que había estado nunca.
Un rato después, ya sin
los helados, estábamos en aquel jardín descubierto por casualidad, riéndonos
sin parar. Y, a eso, básicamente, nos dedicamos toda la tarde: a recorrer todo
Madrid, sentándonos en cualquiera lado cuando no podíamos más. Pero, sobre
todo, por primera vez en una semana no me acordé en ningún momento de lo que me
había pasado, ni del secuestro, ni de mi ruptura con Jaime, y logré pasármelo
tan bien como no recordaba haber hecho en mucho tiempo.
Poco a poco, vimos cómo
el sol se iba poniendo, hasta que la única iluminación fue la procedente de las
farolas situadas a ambos lados de la calle.
Paseábamos lentamente
bordeando un parque en el que había una exposición de arte. Decenas de
monumentos de todos los colores y formas decoraban hasta el último rincón.
Estaban presididos por un majestuoso mirador, al que se podía subir y
contemplar desde allí las vistas.
Decidimos entrar y, al
salir del ascensor en la última planta, un viento frío nos golpeó en la cara,
haciéndonos temblar. Avanzamos hasta el borde y nos apoyamos en la barandilla,
aprovechando aquellos minutos de paz para descansar después de la larga caminata.
El cielo estaba rasgado
por los edificios, e iluminados por las luces del tráfico, que bullía incluso a
aquellas horas. Las numerosas obras de arte parecían diminutas desde aquellas
alturas.
Entonces, noté cómo, a
mi lado, Marcos se subía a la primera barra de las tres que había en la
barandilla.
-¿Qué haces? ¡Te vas a
caer! –chillé cogiéndole del brazo y tirando, intentando que bajara.
-No te preocupes Belén
–contestó sonriéndome-. No me va a pasar nada.
Se soltó de mi mano y
se puso de pie sobre la parte superior, abriendo los brazos y cerrando los ojos
mientras el viento lo despeinaba.
-¡Estás
loco! –gritó Julia, mirándome preocupada.
Me
subí yo también al primer escalón para intentar alcanzarle. Él se dio cuenta y
se apartó, esquivándome. Pero, al moverse, resbaló y perdió el equilibrio.
Vimos
espantadas cómo se precipitaba al vacío durante los tres pisos de altura que
tenía el edificio, hasta oír el golpe sordo que indicaba que había llegado al
suelo.
Me
asomé, histérica, y lo vi tirado en el suelo, inmóvil. Me lancé hacia las
escaleras, nada dispuesta a esperar que llegara el ascensor. Sentí a Julia
detrás de mí, pero pronto la dejé atrás. No tuve cuidado en disimular mi
velocidad sobrehumana, y en menos de cinco segundos salía al exterior. Miré a
derecha y a izquierda, hasta que localicé a Marcos, y lo que vi me dejó sin
respiración.
Se
había incorporado y sentado en el suelo, dejando detrás de él un charco de
sangre. En la frente tenía una enorme herida que poco a poco se hacía más
pequeña, hasta que, de pronto, ya no estaba. Tenía agarrado el hombro derecho,
el cual estaba fuera de su sitio, y, con una mueca de dolor tiró de él para
colocarlo.
A
continuación, se palpó la tripa y, con un movimiento extraño seguido de un chasquido
espeluznante, reparó una costilla que debía de tener rota.
Y
fue entonces cuando levantó la mirada y me vio frente a él, con la boca
abierta, incapaz de creer lo que acababa de presenciar.
Justo
en aquel momento llegó Julia jadeando, y pasó corriendo a mi lado para abalanzarse
sobre Marcos. En cambio, en vez de contestar a ninguna de las preguntas que mi
amiga le hacía y hacer caso de su preocupación, él continuó con sus ojos
clavados en los míos, intentando descifrar mi expresión atónita, o de adivinar
mi reacción.
Mientras
tanto, mi mente trabajaba a una velocidad frenética, procesando todo lo que
acababa de ver e intentando darle sentido.
Y,
de pronto, un interruptor saltó dentro de mi cabeza encajando todas las piezas.
-¡Vamos,
Belén! –dijo Julia- ¡Llama a una ambulancia!
La
miré, aún incapaz de moverme, sin escucharla apenas y sin haber entendido siquiera
lo que había dicho.
-No,
no es necesario. Estoy bien –interrumpió Marcos, comenzando a ponerse en pie.
-¿Qué
haces? –dije, reaccionando por fin- Quédate quieto, estás herido.
Hizo
caso omiso y se levantó como si nada le hubiera pasado. Se acercó hacia mí
cauteloso, como dudando que en cualquier momento fuera a salir corriendo.
-Belén
tiene razón –intervino Julia-. Esto está lleno de sangre, debes de tener alguna
herida y podría ser grave.
-Estoy
bien, de verdad –insistió él, parándose entre ambas-. Seguro que solo es un
rasguño, pero si queréis luego iré a urgencias. De todas maneras, no es
necesario llamar a ninguna ambulancia.
Entonces
comenzó a sonar una música que rompió la atmósfera tensa que reinaba entre los
tres. Julia sacó el móvil del bolsillo del pantalón.
-Vale
papá. En un minuto estoy allí –colgó y volvió a guardar el teléfono-. Mi padre
está aquí, había olvidado que venía a buscarme porque tenemos una cena
familiar…
Se
quedó mirándonos, evaluando si debía quedarse o si, a pesar de que su amigo se
hubiera caído desde una altura como para matarse, y de que su mejor amiga pareciera
estar en estado de shock, podía marcharse.
-Vete
–dijo Marcos, poniendo la mejor de sus sonrisas-. Cuidaré de ella.
Julia
asintió, al parecer de acuerdo con que la que necesitaba atención especial era yo,
y no Marcos. Se puso de pie de un salto y echó a correr. En cuanto se perdió de
vista, él se giró hacia mí y puso una mano a cada lado de mi cara, obligándome a
que lo mirara a los ojos, aquellos ojos marrones…
Y
fue entonces cuando me di cuenta de que estaba temblando como una hoja, a pesar
de que no hacía ni pizca de frío.
-Belén…
-susurró Marcos, con cara de preocupación- Sé que lo que has visto es… No puedo
explicar… Ojalá pudiera, de verdad, pero no puedo. Simplemente no puedo. Ojalá pudieras
entenderlo, pero solo necesito que no digas nada, aunque no comprendas nada, por
favor…
Y
me estrechó entre sus brazos y me apretó fuerte contra su pecho. Enterré la cabeza
en su hombro y me eché a llorar, porque él no sabía hasta qué punto lo entendía.