Dos días después,
cuando llegué al patio del colegio a las ocho de la mañana, Julia y Marcos ya
se encontraban allí. Estaban sentados en el suelo, riéndose a carcajadas. Me
quedé a unos pasos de distancia, sonriendo.
La
noche anterior Julia me había llamado para decirme que su padre la llevaría
antes de la hora, así que había tenido que caminar sola aquel día. Hablamos durante
más de una hora, y no le conté mi encuentro con Marcos en todo aquel tiempo.
Había
estado pensando a lo largo de todo el fin de semana todo lo que estuvimos
hablando él y yo. ¿Y si, realmente, la única que notaba que ya no era la misma
de siempre, era yo? Nada había cambiado en mi relación con Julia, así que, si
podía ocultárselo a ella, que era capaz de saber solo con mirarme si me pasaba
algo, ¿por qué no debería darle una oportunidad a Jaime?
Pero,
si lo descubría… Aquel hombre había hablado muy claro, o nos callábamos, o nos
callaban. Un escalofrío me recorrió al recordarlo. Cuanta más gente dejara que
entraran en mi vida, más riesgos corría de cometer un descuido y dejar ver cómo
era en realidad, de lo que era capaz…
Tenía que hablar con
Marcos y exponerle mis dudas.
Tenía claro que él intentaría convencerme de que me arriesgara, pero necesitaba
escuchar que merecía la pena.
Me
alegré de haberme encontrado con él en el parque y de haberme visto en la
obligación de confesarle todo, porque contar con él resultaba un auténtico
alivio. Sonreí al pensar que ya había conseguido que empezara a aceptar lo
sucedido, y a buscar la parte positiva.
-¡Belén!
–saludó entonces Julia, cuando me vio de pie a unos metros de ellos.
Me
acerqué y me senté en frente de ambos. Marcos me dirigió una sonrisa seguida de
un guiño de complicidad que casi me hizo reír.
Julia
comenzó a contar cómo su padre, que era médico, no se había creído la historia
de la caída de Marcos desde el edificio el viernes, y la había acusado de estar
borracha. Marcos y yo cruzamos una elocuente mirada, y empezamos a reírnos.
Julia nos miró como reprochándonos que no nos tomáramos en serio su anécdota,
pero pronto se unió a nuestras carcajadas.
Lamenté
realmente no poder explicarle por qué de repente Marcos y yo conectábamos
tanto, ya que, si ella no me hubiera obligado a salir con ellos, yo aún
seguiría sola y perdida, sin nadie en quien confiar.
Seguimos
hablando hasta que sonó el timbre que nos indicó el comienzo de las clases una
semana más. Por primera vez en tres semanas, entré sonriendo, con un futuro
cada vez menos incierto esperándome.
-Estoy
en tu portal, ¿bajas?
-Sí,
en un segundo estoy.
Corrí
al baño, aprobé mi aspecto con una mirada al espejo y salí corriendo por la
puerta.
Abajo
me esperaba Marcos, con su ropa de deporte, apoyado en la pared ojeando su
móvil. Sonreí al pensar en lo que había cambiado aquel chico en unos pocos
días. Había pasado de ser insoportable, a demostrarme que era una persona de
categoría, digna de confianza. A pesar de todo, seguía siendo todo un misterio
para mí: por qué, de pronto, había dado semejante cambio; por qué se había
cambiado de colegio Rafa y luego había llegado él… Ya que, al parecer, eran tan
amigos que resultaba incompresible que se hubieran separado de mutuo acuerdo.
Si sus padres hubiesen querido separarlos, Marcos no habría venido este año.
Pero,
para mí, el mayor interrogante acerca de su vida estaba desde la pelea con
aquel chico de su antigua escuela. Había algo que le había pasado tiempo atrás
lo suficientemente doloroso como para sacarlo de quicio de aquella manera con
su simple mención. Podría pensar que es una persona violenta que se enzarza a
golpes a la mínima provocación, pero
había visto una expresión en su cara el sábado cuando lo saqué del círculo que
iba mucho más allá de la rabia o el enfado. Era auténtico dolor,
desesperación,… Sentí un escalofrío solo pensando en qué podía provocar
semejantes sentimientos, y por un momento deseé no saberlo.
Volví
a mirarlo y vi que estaba serio, mirando la pantalla del teléfono sin realmente
verla. Me acerqué y lo saludé alegremente. Él me dedicó una sonrisa.
-No
te enfades –dijo, poniendo cara de culpabilidad-, pero deberías pensar más
bajito.
Abrí
la boca de par en par, sin poder creerme que hubiera escuchado todo lo que
había estado pensando. Fui a hablar, pero no me salieron las palabras, estaba
conmocionada. ¿Qué habría pensado de mí, analizándolo de aquella manera?
-Sigues
haciéndolo… -dijo, entre avergonzado y divertido.
-¡Marcos!
¡Sal de mi cabeza! –conseguí chillar.
Empecé
a alejarme, furiosa conmigo misma por haber sido tan estúpida no caer en la
cuenta de que podía oírme, pero también furiosa con él por haberse quedado
escuchando en lugar de avisarme.
-¡Lo
siento! –exclamó detrás de mí –Pero es que, de verdad, piensas gritando.
Me
di la vuelta, fulminándolo con la mirada.
-Perdóname,
no estoy acostumbrada a que me escuchen pensar –dije, irónicamente.
Él
rio, y yo volví a darme la vuelta, pero en menos de un segundo lo tenía delante
de mí, sujetándome por los hombros para que no me fuera.
-Belén,
de verdad, lo siento. No he podido evitarlo. Entiendo que te enfades, pero,
imagínate que hubiera sido al revés, y hubieras podido saber todo lo que opino
sobre ti.
-¡Te
hubiera avisado!
-Bueno,
pues yo no tengo tanta altura moral como tú. Llevo tiempo queriendo saber si ya
te caigo bien del todo o me sigues teniendo por el creído maleducado de los
primeros días. Así me llamabas, ¿verdad?
Me
quedé mirándolo seria, pero no pude evitar prorrumpir en carcajadas, ya que
todo aquello me resultaba tan sumamente absurdo… No podía culparlo de haberme escuchado si
realmente, como él decía, pensaba gritando. Seguramente, yo tampoco hubiera
podido evitarlo, aunque le hubiera avisado. Quizás, la parte negativa de
aprender juntos nuestras nuevas habilidades era que todos los errores que
cometiéramos nos afectaban a ambos.
Me
observó como si estuviera loca, sin entender mi reacción.
-¿Entonces…?
¿Estás enfadada o no? –preguntó sin comprender nada.
Dejé
de reírme y me limité a sonreírle.
-No,
Marcos, no estoy enfadada. Pero, a partir de ahora, ambos tenemos prohibido
meternos en la cabeza del otro.
Él
contestó a mi sonrisa y asintió, más que contento con su castigo.
-Venga,
vamos a correr, quiero estar pronto en casa –dije, poniéndome en marcha.
Nos
pusimos un ritmo muy alto y pronto estábamos lejos. Cuando me di cuenta de que
muchas de las personas con las que nos cruzábamos se nos quedaban mirando
sorprendidas, redujimos la velocidad. No sabía exactamente cómo íbamos a
probarnos y entrenarnos, ni dónde (nadie podía vernos), así que me limité a
seguirlo por las calles de Madrid, camino a las afueras.
Cuando
llevábamos cerca de cuarenta minutos con aquel ritmo, empecé a estar
ligeramente cansada, y tomé nota mental, ya que aquel era el tipo de dato
acerca de mis capacidades que quería saber.
A
la hora, comencé a sudar. Miré a Marcos y comprobé que él también.
Para
entonces, ya estábamos muy alejados de la ciudad. Habíamos llegado a una
especie de bosque y hacía un rato que corríamos por una estrecha carretera que
lo atravesaba. Nos desviamos a la derecha y aparecimos en un descampado en el que había un viejo parque
para niños, con aspecto de no haber sido usado en mucho tiempo.
-¿Dónde
estamos? –pregunté.
-En
los límites de la Casa de Campo. Solía venir aquí de pequeño con mi padre.
Me
quedé observándolo, curiosa, ya que esa era la clase de comentarios acerca de
sí mismo que nunca hacía. Esperé a que añadiera algo más, pero siguió en
silencio.
-¿Qué
tenías pensado hacer ahora? –inquirí, sin saber por dónde empezar.
Él
me miró, sorprendido y divertido, reprimiendo una carcajada.
-Descansar
un rato y volver, ¿qué tenías tú pensado?
Me
puse roja y me senté en el césped, molesta. Empecé a arrancar la hierba del
suelo.
-Pensaba
que íbamos a hacer algo –murmuré.
Se
sentó a mi lado y me miró, frunciendo el ceño.
-Belén,
acabamos de correr durante una hora y cuarto a una velocidad de entre
veinticinco y treinta kilómetros por hora, ¿tú sabes lo que es eso? –lo miré,
sin saber qué decir. En realidad no tenía ni idea de cuánto era- Ni siquiera el
que batió el récord mundial de la maratón corrió tan rápido tanto tiempo, para
que te hagas una idea. ¡Y ni si quiera estamos agotados!
Parecía
entusiasmado por la idea. Sin embargo, a mí no dejaba de resultarme raro. A
pesar de todo, seguía sin haber asumido de lo que era capaz.
-¿Quieres
que te lo cuente? –dijo él de pronto, sacándome de mis pensamientos.
-¿El
qué? –repliqué sin entender a qué se refería.
-Todo.
Lo de Rafa, lo de mis cambios de personalidad…
Asentí
lentamente con la cabeza y el comenzó a hablar.
Rafa
Martínez y él se conocían desde que
nacieron. Sus padres habían sido mejores amigos desde que eran críos, y ellos
también empezaron a serlo. Iban a la misma guardería, veraneaban en los mismos
sitios y se iban de viaje juntos. Cada uno tenía una cama propia en casa del
otro, y muchas mañanas Marina, la madre de Marcos, se los había encontrado
durmiendo en su casa sin saber que Rafa estaba ahí. E igual al revés: cantidad
de veces cuando se despertaban y veían que su hijo no estaba en su cuarto, no
se preocupaban porque sabían que estaría con su amigo del alma, y que cuando se
levantara, volvería a casa.
Y
así siguió mientras los chicos se iban haciendo mayores, hasta que, dos años
antes, cuando ambos tenían catorce, e iban a empezar tercero, Marcos había
vuelto del verano distinto. Había cambiado para mal: faltaba mucho a clase,
empezó a fumar y a juntarse con gente poco recomendable. A Rafa esto no le
importaba, pues la relación con su amigo seguía siendo igual que siempre. Pero,
en cambio, sus padres se estaban distanciando, y pronto los Martínez se dieron
cuenta de que Marcos ya no era una buena compañía.
Intentaron
hacer entrar a su hijo en razón, pero él se negaba a darle la espalda a su
hermano de distinta madre. Hasta que, al comienzo del curso anterior, se había
visto con que, sin él saberlo, sus padres lo habían cambiado al colegio en el
que se encontraba actualmente.
A
Marcos el golpe le dolió, pero sabía que no había sido culpa de su amigo. Pero,
sin él a su lado para controlarlo, se fue aficionando poco a poco a la mala
vida, y dejó de ser el chico simpático y cariñoso de antaño.
Pero
Rafa y él tramaron en secreto que este año él se cambiaría también de centro,
aunque sus padres no quisieran. Así que se presentó en casa con los papeles de
salida de su antiguo colegio, que debían estar firmado por ambos tutores, y los
amenazó con que, o aceptaban, o dejaría los estudios.
Y
así terminó donde estaba ahora. Con el cambio de aires y con Rafa de nuevo a su
lado, le había costado menos empezar a cambiar de nuevo, esta vez a mejor.
Pero, lo que le había dado el impulso definitivo había sido el experimento. Se
dio cuenta de que podría haber muerto siendo una persona a la que pocos
apreciaban, y el cambio a partir de entonces había sido radical: había vuelto a
ser el chico que era con catorce años antes de que Dios sabe qué lo hiciera
transformarse en una persona que en realidad no era.
Cuando
terminó de contar la historia, me quedé en silencio, asimilando lo que me había
contado, hasta que, finalmente, pregunté:
-¿Por
qué tu padre y el suyo empezaron a distanciarse? Es decir, llevaban siendo
amigos toda la vida, algo debió de pasar, al margen de tu comportamiento.
-Sí
–asintió él-. Tuvieron problemas en el trabajo. Ambos estaban muy volcados en
un proyecto nuevo, pero, de pronto, Carlos, el padre de Rafa, cambió de
opinión. A mi padre no le hizo gracia, y para suplir la pérdida de su mejor
amigo empezó a volcarse cada vez más en su proyecto, hasta el punto de que mi
madre y yo casi no lo veíamos. Se le agrió el carácter y pasó a querer más a su
trabajo que a nosotros. Y hoy aún sigue así.
Puso
una sonrisa triste y se encogió de hombros.
Antes
de que me decidiera a formular una de las cientos de preguntas que bullían en
mi mente, dijo que debíamos ir regresando, ya que estaba atardeciendo. Asentí y
emprendimos el camino de vuelta en un silencio solo interrumpido por el ruido
de nuestras pisadas al correr.
Estaba
contenta de que me hubiera contado aquella historia. Así pude hacerme una idea
de lo que significaba una auténtica amistad para él. Aunque había muchas partes
que seguía sin comprender del todo. Ni por qué había cambiado, en un principio,
ni por qué los Martínez se preocuparon tanto como para cambiar a su hijo de
colegio en contra de su voluntad. Puede que Marcos tuviera una adolescencia
atravesada, pero en todos sitios se iba a encontrar con gente así, aunque no
tan buenos amigos.
Y
seguía estando el tema de la pelea, de lo que le había dicho aquel
desafortunado chico para provocarlo. Estaba casi segura de que las “cosas muy
dolorosas del pasado” que le había recordado el sábado, y lo que le había hecho
cambiar hacía ya dos años, era lo mismo. Pero, ¿el qué?
“Me
ha saludado diciéndome…” dijo aquel día. Me moría de la curiosidad por saber lo
que le dijo, pero estaba claro que a Marcos aquel tema no le hacía gracia, y
después de que me hubiera contado todo lo que me había contado sin tener
necesidad alguna de hacerlo, no pensaba insistir.
Así
que, cuando llegamos a mi casa, le di las gracias por abrirse de aquella
manera. Nos quedamos charlando unos minutos en mi portal antes de que mi madre
me llamara preocupada para saber dónde me había metido. Se despidió de mí con
un beso en la frente, un gesto que estaba empezando a convertirse en una
curiosa costumbre.