viernes, 9 de noviembre de 2012

Capítulo 2.5



Dos días después, cuando llegué al patio del colegio a las ocho de la mañana, Julia y Marcos ya se encontraban allí. Estaban sentados en el suelo, riéndose a carcajadas. Me quedé a unos pasos de distancia, sonriendo.
La noche anterior Julia me había llamado para decirme que su padre la llevaría antes de la hora, así que había tenido que caminar sola aquel día. Hablamos durante más de una hora, y no le conté mi encuentro con Marcos en todo aquel tiempo.
Había estado pensando a lo largo de todo el fin de semana todo lo que estuvimos hablando él y yo. ¿Y si, realmente, la única que notaba que ya no era la misma de siempre, era yo? Nada había cambiado en mi relación con Julia, así que, si podía ocultárselo a ella, que era capaz de saber solo con mirarme si me pasaba algo, ¿por qué no debería darle una oportunidad a Jaime?
Pero, si lo descubría… Aquel hombre había hablado muy claro, o nos callábamos, o nos callaban. Un escalofrío me recorrió al recordarlo. Cuanta más gente dejara que entraran en mi vida, más riesgos corría de cometer un descuido y dejar ver cómo era en realidad, de lo que era capaz…
Tenía que hablar con Marcos y exponerle mis dudas. Tenía claro que él intentaría convencerme de que me arriesgara, pero necesitaba escuchar que merecía la pena.
Me alegré de haberme encontrado con él en el parque y de haberme visto en la obligación de confesarle todo, porque contar con él resultaba un auténtico alivio. Sonreí al pensar que ya había conseguido que empezara a aceptar lo sucedido, y a buscar la parte positiva.
-¡Belén! –saludó entonces Julia, cuando me vio de pie a unos metros de ellos.
Me acerqué y me senté en frente de ambos. Marcos me dirigió una sonrisa seguida de un guiño de complicidad que casi me hizo reír.
Julia comenzó a contar cómo su padre, que era médico, no se había creído la historia de la caída de Marcos desde el edificio el viernes, y la había acusado de estar borracha. Marcos y yo cruzamos una elocuente mirada, y empezamos a reírnos. Julia nos miró como reprochándonos que no nos tomáramos en serio su anécdota, pero pronto se unió a nuestras carcajadas.
Lamenté realmente no poder explicarle por qué de repente Marcos y yo conectábamos tanto, ya que, si ella no me hubiera obligado a salir con ellos, yo aún seguiría sola y perdida, sin nadie en quien confiar.
Seguimos hablando hasta que sonó el timbre que nos indicó el comienzo de las clases una semana más. Por primera vez en tres semanas, entré sonriendo, con un futuro cada vez menos incierto esperándome.

-Estoy en tu portal, ¿bajas?
-Sí, en un segundo estoy.
Corrí al baño, aprobé mi aspecto con una mirada al espejo y salí corriendo por la puerta.
Abajo me esperaba Marcos, con su ropa de deporte, apoyado en la pared ojeando su móvil. Sonreí al pensar en lo que había cambiado aquel chico en unos pocos días. Había pasado de ser insoportable, a demostrarme que era una persona de categoría, digna de confianza. A pesar de todo, seguía siendo todo un misterio para mí: por qué, de pronto, había dado semejante cambio; por qué se había cambiado de colegio Rafa y luego había llegado él… Ya que, al parecer, eran tan amigos que resultaba incompresible que se hubieran separado de mutuo acuerdo. Si sus padres hubiesen querido separarlos, Marcos no habría venido este año.
Pero, para mí, el mayor interrogante acerca de su vida estaba desde la pelea con aquel chico de su antigua escuela. Había algo que le había pasado tiempo atrás lo suficientemente doloroso como para sacarlo de quicio de aquella manera con su simple mención. Podría pensar que es una persona violenta que se enzarza a golpes  a la mínima provocación, pero había visto una expresión en su cara el sábado cuando lo saqué del círculo que iba mucho más allá de la rabia o el enfado. Era auténtico dolor, desesperación,… Sentí un escalofrío solo pensando en qué podía provocar semejantes sentimientos, y por un momento deseé no saberlo.
Volví a mirarlo y vi que estaba serio, mirando la pantalla del teléfono sin realmente verla. Me acerqué y lo saludé alegremente. Él me dedicó una sonrisa.
-No te enfades –dijo, poniendo cara de culpabilidad-, pero deberías pensar más bajito.
Abrí la boca de par en par, sin poder creerme que hubiera escuchado todo lo que había estado pensando. Fui a hablar, pero no me salieron las palabras, estaba conmocionada. ¿Qué habría pensado de mí, analizándolo de aquella manera?
-Sigues haciéndolo… -dijo, entre avergonzado y divertido.
-¡Marcos! ¡Sal de mi cabeza! –conseguí chillar.
Empecé a alejarme, furiosa conmigo misma por haber sido tan estúpida no caer en la cuenta de que podía oírme, pero también furiosa con él por haberse quedado escuchando en lugar de avisarme.
-¡Lo siento! –exclamó detrás de mí –Pero es que, de verdad, piensas gritando.
Me di la vuelta, fulminándolo con la mirada.
-Perdóname, no estoy acostumbrada a que me escuchen pensar –dije, irónicamente.
Él rio, y yo volví a darme la vuelta, pero en menos de un segundo lo tenía delante de mí, sujetándome por los hombros para que no me fuera.
-Belén, de verdad, lo siento. No he podido evitarlo. Entiendo que te enfades, pero, imagínate que hubiera sido al revés, y hubieras podido saber todo lo que opino sobre ti.
-¡Te hubiera avisado!
-Bueno, pues yo no tengo tanta altura moral como tú. Llevo tiempo queriendo saber si ya te caigo bien del todo o me sigues teniendo por el creído maleducado de los primeros días. Así me llamabas, ¿verdad?
Me quedé mirándolo seria, pero no pude evitar prorrumpir en carcajadas, ya que todo aquello me resultaba tan sumamente absurdo…  No podía culparlo de haberme escuchado si realmente, como él decía, pensaba gritando. Seguramente, yo tampoco hubiera podido evitarlo, aunque le hubiera avisado. Quizás, la parte negativa de aprender juntos nuestras nuevas habilidades era que todos los errores que cometiéramos nos afectaban a ambos.
Me observó como si estuviera loca, sin entender mi reacción.
-¿Entonces…? ¿Estás enfadada o no? –preguntó sin comprender nada.
Dejé de reírme y me limité a sonreírle.
-No, Marcos, no estoy enfadada. Pero, a partir de ahora, ambos tenemos prohibido meternos en la cabeza del otro.
Él contestó a mi sonrisa y asintió, más que contento con su castigo.
-Venga, vamos a correr, quiero estar pronto en casa –dije, poniéndome en marcha.
Nos pusimos un ritmo muy alto y pronto estábamos lejos. Cuando me di cuenta de que muchas de las personas con las que nos cruzábamos se nos quedaban mirando sorprendidas, redujimos la velocidad. No sabía exactamente cómo íbamos a probarnos y entrenarnos, ni dónde (nadie podía vernos), así que me limité a seguirlo por las calles de Madrid, camino a las afueras.
Cuando llevábamos cerca de cuarenta minutos con aquel ritmo, empecé a estar ligeramente cansada, y tomé nota mental, ya que aquel era el tipo de dato acerca de mis capacidades que quería saber.
A la hora, comencé a sudar. Miré a Marcos y comprobé que él también.
Para entonces, ya estábamos muy alejados de la ciudad. Habíamos llegado a una especie de bosque y hacía un rato que corríamos por una estrecha carretera que lo atravesaba. Nos desviamos a la derecha y aparecimos en  un descampado en el que había un viejo parque para niños, con aspecto de no haber sido usado en mucho tiempo.
-¿Dónde estamos? –pregunté.
-En los límites de la Casa de Campo. Solía venir aquí de pequeño con mi padre.
Me quedé observándolo, curiosa, ya que esa era la clase de comentarios acerca de sí mismo que nunca hacía. Esperé a que añadiera algo más, pero siguió en silencio.
-¿Qué tenías pensado hacer ahora? –inquirí, sin saber por dónde empezar.
Él me miró, sorprendido y divertido, reprimiendo una carcajada.
-Descansar un rato y volver, ¿qué tenías tú pensado?
Me puse roja y me senté en el césped, molesta. Empecé a arrancar la hierba del suelo.
-Pensaba que íbamos a hacer algo –murmuré.
Se sentó a mi lado y me miró, frunciendo el ceño.
-Belén, acabamos de correr durante una hora y cuarto a una velocidad de entre veinticinco y treinta kilómetros por hora, ¿tú sabes lo que es eso? –lo miré, sin saber qué decir. En realidad no tenía ni idea de cuánto era- Ni siquiera el que batió el récord mundial de la maratón corrió tan rápido tanto tiempo, para que te hagas una idea. ¡Y ni si quiera estamos agotados!
Parecía entusiasmado por la idea. Sin embargo, a mí no dejaba de resultarme raro. A pesar de todo, seguía sin haber asumido de lo que era capaz.
-¿Quieres que te lo cuente? –dijo él de pronto, sacándome de mis pensamientos.
-¿El qué? –repliqué sin entender a qué se refería.
-Todo. Lo de Rafa, lo de mis cambios de personalidad…
Asentí lentamente con la cabeza y el comenzó a hablar.
Rafa Martínez  y él se conocían desde que nacieron. Sus padres habían sido mejores amigos desde que eran críos, y ellos también empezaron a serlo. Iban a la misma guardería, veraneaban en los mismos sitios y se iban de viaje juntos. Cada uno tenía una cama propia en casa del otro, y muchas mañanas Marina, la madre de Marcos, se los había encontrado durmiendo en su casa sin saber que Rafa estaba ahí. E igual al revés: cantidad de veces cuando se despertaban y veían que su hijo no estaba en su cuarto, no se preocupaban porque sabían que estaría con su amigo del alma, y que cuando se levantara, volvería a casa.
Y así siguió mientras los chicos se iban haciendo mayores, hasta que, dos años antes, cuando ambos tenían catorce, e iban a empezar tercero, Marcos había vuelto del verano distinto. Había cambiado para mal: faltaba mucho a clase, empezó a fumar y a juntarse con gente poco recomendable. A Rafa esto no le importaba, pues la relación con su amigo seguía siendo igual que siempre. Pero, en cambio, sus padres se estaban distanciando, y pronto los Martínez se dieron cuenta de que Marcos ya no era una buena compañía.
Intentaron hacer entrar a su hijo en razón, pero él se negaba a darle la espalda a su hermano de distinta madre. Hasta que, al comienzo del curso anterior, se había visto con que, sin él saberlo, sus padres lo habían cambiado al colegio en el que se encontraba actualmente.
A Marcos el golpe le dolió, pero sabía que no había sido culpa de su amigo. Pero, sin él a su lado para controlarlo, se fue aficionando poco a poco a la mala vida, y dejó de ser el chico simpático y cariñoso de antaño.
Pero Rafa y él tramaron en secreto que este año él se cambiaría también de centro, aunque sus padres no quisieran. Así que se presentó en casa con los papeles de salida de su antiguo colegio, que debían estar firmado por ambos tutores, y los amenazó con que, o aceptaban, o dejaría los estudios.
Y así terminó donde estaba ahora. Con el cambio de aires y con Rafa de nuevo a su lado, le había costado menos empezar a cambiar de nuevo, esta vez a mejor. Pero, lo que le había dado el impulso definitivo había sido el experimento. Se dio cuenta de que podría haber muerto siendo una persona a la que pocos apreciaban, y el cambio a partir de entonces había sido radical: había vuelto a ser el chico que era con catorce años antes de que Dios sabe qué lo hiciera transformarse en una persona que en realidad no era.
Cuando terminó de contar la historia, me quedé en silencio, asimilando lo que me había contado, hasta que, finalmente, pregunté:
-¿Por qué tu padre y el suyo empezaron a distanciarse? Es decir, llevaban siendo amigos toda la vida, algo debió de pasar, al margen de tu comportamiento.
-Sí –asintió él-. Tuvieron problemas en el trabajo. Ambos estaban muy volcados en un proyecto nuevo, pero, de pronto, Carlos, el padre de Rafa, cambió de opinión. A mi padre no le hizo gracia, y para suplir la pérdida de su mejor amigo empezó a volcarse cada vez más en su proyecto, hasta el punto de que mi madre y yo casi no lo veíamos. Se le agrió el carácter y pasó a querer más a su trabajo que a nosotros. Y hoy aún sigue así.
Puso una sonrisa triste y se encogió de hombros.
Antes de que me decidiera a formular una de las cientos de preguntas que bullían en mi mente, dijo que debíamos ir regresando, ya que estaba atardeciendo. Asentí y emprendimos el camino de vuelta en un silencio solo interrumpido por el ruido de nuestras pisadas al correr.
Estaba contenta de que me hubiera contado aquella historia. Así pude hacerme una idea de lo que significaba una auténtica amistad para él. Aunque había muchas partes que seguía sin comprender del todo. Ni por qué había cambiado, en un principio, ni por qué los Martínez se preocuparon tanto como para cambiar a su hijo de colegio en contra de su voluntad. Puede que Marcos tuviera una adolescencia atravesada, pero en todos sitios se iba a encontrar con gente así, aunque no tan buenos amigos.  
Y seguía estando el tema de la pelea, de lo que le había dicho aquel desafortunado chico para provocarlo. Estaba casi segura de que las “cosas muy dolorosas del pasado” que le había recordado el sábado, y lo que le había hecho cambiar hacía ya dos años, era lo mismo. Pero, ¿el qué?
“Me ha saludado diciéndome…” dijo aquel día. Me moría de la curiosidad por saber lo que le dijo, pero estaba claro que a Marcos aquel tema no le hacía gracia, y después de que me hubiera contado todo lo que me había contado sin tener necesidad alguna de hacerlo, no pensaba insistir.
Así que, cuando llegamos a mi casa, le di las gracias por abrirse de aquella manera. Nos quedamos charlando unos minutos en mi portal antes de que mi madre me llamara preocupada para saber dónde me había metido. Se despidió de mí con un beso en la frente, un gesto que estaba empezando a convertirse en una curiosa costumbre.