viernes, 30 de marzo de 2012

Capítulo 2.1


   Me despertó el frío. Era noche cerrada y estaba tumbada sobre el helado suelo que había justo en frente del portal de mi casa. Lo siguiente que noté fue un dolor muy agudo en cada centímetro de mi cuerpo, como si de un millón de agujas se tratara, y solté un gemido, ya que estaba demasiado débil como para gritar.
Me quedé ahí, tirada sobre el cemento durante lo que me parecieron horas, compadeciéndome de mí misma, hasta que, finalmente, saqué fuerzas de flaqueza y comencé a levantarme poco a poco. Tuve que apoyarme en la puerta de entrada al edificio, ya que estaba mareada y todo me daba vueltas.
En lo que creo que fue otra media hora, conseguí llegar hasta el ascensor, cayéndome y levantándome varias veces antes de lograr mi objetivo. Cuando estuve frente a la puerta de mi casa, toqué el timbre y me senté sobre el felpudo.
Escuché unos pasos que se acercaban corriendo y cómo abrían la puerta rápidamente. Miré con dificultad hacia arriba y vi a Lucas con gesto de preocupación.
-¡Belén! ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde has estado? ¡Son las doce de la noche, y no has contestado a ninguna llamada! –al ver que tenía la mirada desenfocada y que prácticamente no podía prestarle atención, se agachó junto a mí y me sostuvo con cierta ansiedad- ¿Qué te pasa Belén? ¿Alguien te ha hecho algo?
-No –corté con voz ronca-. Me mareé y me encuentro fatal, pero, gracias a Dios, nadie me ha hecho nada, no te preocupes. Ahora si no te importa, ayúdame a ir a mi habitación, cariño.
Anteponiendo la preocupación a la curiosidad, se agachó junto a mí y puso mi brazo alrededor de su hombro. Me cogió por detrás de las rodillas y me levantó en vilo. ¿Cuándo se había vuelto mi hermano tan fuerte? Tendría que preguntárselo pronto… Tan fuerte…
Y, entre pensamientos incoherentes y mientras Lucas me dejaba sobre la cama, volví a quedarme inconsciente.

Me dolía todo el cuerpo más de lo que me había dolido nunca. Sentía como martillos golpeando desde dentro cada fibra de mi ser. Entreabrí los ojos y los cerré al instante, ya que la luz era la más brillante que había visto jamás.
-¿Qué le pasa, doctor? –escuché a mi lado la voz de mi madre.
-Hasta que no se despierte no podemos hacer nada. Pero se ha negado a ir al hospital, usted misma lo ha comprobado. –contestó una voz masculina.
Giré la cabeza, dispuesta a intervenir pero, al abrir los ojos, vi que estaba sola en mi habitación.
“¿Estaré volviéndome loca?”
-Sí, por supuesto, venga por aquí –respondió mi madre a aquel hombre.
Escuché pasos que se acercaban, pero ya estaban muy cerca, ya tendrían que estar dentro. Pero no. Entonces, se abrió la puerta con gran estruendo y entraron mi madre y el médico.
-Así lleva cuatro días, que viene y se va, retorciéndose de dolor pero negándose a ir a que la miren en ningún centro –sollozó mi madre.
-Bien, intentemos tomarle alguna muestra de sangre –dijo él tranquilamente mientras se acercaba.
-Tan… alto… -mascullé.
No me salía la voz, pero lo poco que llegué a escucharme, me sonó distinta, más aguda, más… bonita.
-¿Qué dices, joven? –inquirió justo junto a mí.
Su voz sonaba para mí como si me estuviera gritando en la oreja y me hice un ovillo, tapándome los oídos con las manos.
-No habléis… tan alto.
-¿Por qué, cariño?
Chillé, porque el dolor de cabeza que me producían sus gritos comenzó a ser insoportable. Y el esfuerzo de chillar hizo que volviera a cerrar los ojos y caer inerte sobre la cama.

Abrí los ojos. Era de día y ya no me dolía nada. Al contrario, me sentía mejor que nunca. Comencé a levantarme y, de pronto, ya estaba junto a la puerta. ¿Qué acababa de pasar? No podía ser que me hubiera movido tan rápido…
Di un paso para volver hacia la cama y, al instante, estaba tumbada sobre ella.
-Dios mío –murmuré.
Entonces recordé lo que aquel hombre de rostro borroso había dicho: “Se conoce que el potencial humano no está mínimamente aprovechado…”
-No puede ser.
¿Qué me estaba pasando? Era capaz de escuchar conversaciones entre susurros en otras habitaciones, ver hasta el más mínimo detalle de cada objeto a metros de distancia y moverme a tal velocidad hasta el punto de ni siquiera ser consciente de que me había movido.
Inspiré hondo y me incorporé lentamente. Al menos, si lo intentaba, era capaz de actuar con normalidad. Me levanté y comencé a caminar lentamente de puntillas, midiendo mis pasos al milímetro.
Justo entonces, comenzó  a sonar mi móvil. Miré a mi mochila, localizando perfectamente el lugar del que procedía la melodía. En un segundo, lo tenía junto a mi oreja.
-¿Sí? –inquirí.
-¡Por fin! ¿Qué tal estás? ¿Qué te ha pasado?
Alejé el teléfono, ya que los gritos de Julia parecían ir a perforarme el oído.
-Tranquila, no grites. Estoy bien, ¿tú? ¿No se supone que deberías estar en clase?
-Sí, bueno, es que me he escapado un momento para poder hablar contigo.
Suspiré, tentada de contarle todo lo que me había ocurrido, pero la amenaza de muerte pesó más que eso. Me mordí la lengua y pensé a toda velocidad la excusa que podría inventarme.
-Muchas gracias –murmuré, sintiéndome terriblemente culpable-. La verdad es que ya me encuentro muy bien, mejor que nunca, de hecho.
-Pero, ¿qué te ha pasado?
Cerré los ojos y comencé a juguetear con mi pelo. Necesitaba inventarme una buena historia para satisfacer tanto a Julia como a mi madre. Y, de pronto, me acordé de Jaime, ¿qué iba a hacer con él? ¿Mentirle? Me veía incapaz de hacerlo. Pero tenía que hacerlo.
-¿Sabes qué? Voy para allá y te cuento todo, ¿vale?
Y colgué sin darle tiempo a contestar. Necesitaba pensar en lo que iba a hacer. Sobre todo en lo que le iba a decir a Jaime. No podía salir con él y no contarle que había empezado a ser una especie de súper-mujer, ¿o sí? Si iba a tener que mentir a todo el mundo que me importaba, Jaime no iba a ser una excepción, desgraciadamente.
Tendría que empezar a vivir con que mi vida había dejado de ser tan perfecta como solía.

Llegué al patio diez minutos antes de que tocara el timbre que anunciaba el final de las clases. Ya había decidido qué era lo que iba a contarle a todos acerca de mi “enfermedad” y de por qué me había negado a ir al hospital.
Entonces, vi bajar por las escaleras a Marcos, el cual parecía bastante enfadado. Levantó la mirada y se topó con la mía, esbozando una media sonrisa al verme.
-¿Haciendo pellas? –preguntó.
Resoplé y me crucé de brazos mientras se quedaba a unos pocos pasos de distancia de mí.
-He estado enferma.
-Se te ve fatal –rió, irónicamente.
Era cierto. Tenía más aspecto de haber pasado una semana en un balneario que enferma en la cama. Pero, de todas maneras, mi historia respondía a eso.
-He tenido migrañas. ¿Sabes lo que es? Un dolor de cabeza horrible que no te deja pensar –había elegido esa excusa porque, en parte, era cierto.
Levantó una ceja y, tras observarme de una manera extraña, negó con la cabeza al tiempo que se reía.
-Está bien, no hace falta que te pongas así. Pero, ya que estamos, quería decirte una cosa.
Esta vez fui yo la que arqueó las cejas, sorprendida.
-¿A mí?
-Sí, bueno, no veo a nadie más por aquí –volvió a reír, mostrando su dentadura perfecta.
Me quedé mirándolo, notando en él algo diferente. Parecía como si, de pronto, hubiera crecido unos cuantos centímetros y fuera unos años más mayor. Su pelo negro estaba tan despeinado como siempre, y su rostro seguía con aquella expresión descarada, pero había algo en él que lo hacía incluso más atractivo.
Él parecía estar haciendo el mismo análisis conmigo.
-¿Y bien? –inquirí, cruzándome de brazos.
Se metió las manos en los bolsillos de los pantalones negros y se encogió de hombros.
-Bueno, lo cierto es que quería disculparme –no pude evitar quedarme boquiabierta-. Sé que te sonará raro, sobre todo viniendo de mí,… Pero creo, sinceramente, que la expresión “empezar con mal pie” se nos aplica a la perfección, Belén. La verdad es que no soy tan idiota como te he dado a entender estos días, y te pido perdón. ¿Te importaría que volviéramos a empezar de cero e intentar ser amigos?
-Eh… sí, claro –conseguí balbucear, atónita por lo que me había dicho-. Sin rencores, solo espero que de verdad no seas así de idiota, porque de verdad que no lo soporto.
-Muchas gracias, no te arrepentirás.
Y, tras guiñarme el ojo, se marchó por donde había venido.
Permanecí quieta donde estaba, con la boca abierta, mirando el sitio por el que acababa de desaparecer, sin llegar a entender muy bien lo que acababa de suceder.
Parecía que, después de todo, Marcos no era tan mal chico como había dado a entender a todo el mundo, aunque tuve que dejar esos pensamientos para después, porque ahora era Jaime el que estaba bajando por las escaleras.
Iba con Álvaro, su mejor amigo, pero al verme murmuró una excusa rápida y bajó corriendo el tramo que le quedaba hasta estrecharme entre sus brazos.
Enterré la cabeza en su hombro, sintiendo unas terribles ganas de llorar por todo lo que me había pasado, y por lo que intuía que quedaba por pasar.
Demasiado pronto para mi gusto, se separó de mí, aunque solo lo suficiente para poder mirarme a la cara.
-¿Cómo estás?
Su cara de preocupación casi me hizo reír. En aquellos momentos me recordaba al niño de ocho años afectado porque a su mejor amiga la habían castigado por su culpa, y no hacía más que dejarle notitas en la cajonera para que lo perdonara. Pero había pasado mucho tiempo desde aquello, y ahora sus preocupaciones serían por otra cosa.
-Bien, tranquilo –le cogí de la mano, llevándomelo a un sitio más aparatado-. Tenemos que hablar.
-¿Pasa algo?
Cerré los ojos, convenciéndome a mí misma de que aquello era lo más correcto. Aunque para ello tuviera que decir la mentira más grande que jamás hubiera dicho, era lo mejor.
-Verás, Jaime. Tú y yo nos conocemos desde pequeños, somos prácticamente hermanos, y no querría que por salir unos pocos meses, una amistad de toda la vida se rompiera.
-¿Estás… rompiendo conmigo?
-Sí, Jaime. Lo cierto es que, lo he estado pensando, y creo que en realidad somos más amigos que cualquier otra cosa. Y lo último que querría perder en estos momentos es tu amistad.
Vi reflejado en su cara todo el daño que mis palabras le estaban haciendo, pero mordí la lengua para no decirle lo mucho que en verdad lo quería, más que como a un simple amigo.
-Ya veo,… Pues, si es tu decisión, la respeto. No te preocupes, todo seguirá como siempre.
-Lo siento muchísimo.
-Más lo siento yo, Belén.
Y, con una última sonrisa triste, se marchó, dejándome sola en medio del patio.
Fue cuestión de segundos que notara las lágrimas luchando por salir, pero justo entonces alguien me dio un fuerte abrazo por detrás.
-¡Por fin!
Me di la vuelta y, al ver mi cara, Julia se dio cuenta de que yo no estaba para nada tan feliz como ella.
-¿Qué ha pasado?
-He roto con Jaime.
Y, mientras me abrazaba, me eché a llorar.

3 comentarios: