Me despertó
el frío. Era noche cerrada y estaba tumbada sobre el helado suelo que había
justo en frente del portal de mi casa. Lo siguiente que noté fue un dolor muy
agudo en cada centímetro de mi cuerpo, como si de un millón de agujas se
tratara, y solté un gemido, ya que estaba demasiado débil como para gritar.
Me quedé ahí, tirada
sobre el cemento durante lo que me parecieron horas, compadeciéndome de mí
misma, hasta que, finalmente, saqué fuerzas de flaqueza y comencé a levantarme
poco a poco. Tuve que apoyarme en la puerta de entrada al edificio, ya que
estaba mareada y todo me daba vueltas.
En lo que creo que fue
otra media hora, conseguí llegar hasta el ascensor, cayéndome y levantándome
varias veces antes de lograr mi objetivo. Cuando estuve frente a la puerta de
mi casa, toqué el timbre y me senté sobre el felpudo.
Escuché unos pasos que
se acercaban corriendo y cómo abrían la puerta rápidamente. Miré con dificultad
hacia arriba y vi a Lucas con gesto de preocupación.
-¡Belén! ¿Qué te ha
pasado? ¿Dónde has estado? ¡Son las doce de la noche, y no has contestado a
ninguna llamada! –al ver que tenía la mirada desenfocada y que prácticamente no
podía prestarle atención, se agachó junto a mí y me sostuvo con cierta ansiedad-
¿Qué te pasa Belén? ¿Alguien te ha hecho algo?
-No –corté con voz
ronca-. Me mareé y me encuentro fatal, pero, gracias a Dios, nadie me ha hecho
nada, no te preocupes. Ahora si no te importa, ayúdame a ir a mi habitación,
cariño.
Anteponiendo la
preocupación a la curiosidad, se agachó junto a mí y puso mi brazo alrededor de
su hombro. Me cogió por detrás de las rodillas y me levantó en vilo. ¿Cuándo se
había vuelto mi hermano tan fuerte? Tendría que preguntárselo pronto… Tan
fuerte…
Y, entre pensamientos
incoherentes y mientras Lucas me dejaba sobre la cama, volví a quedarme
inconsciente.
Me dolía todo el cuerpo
más de lo que me había dolido nunca. Sentía como martillos golpeando desde dentro
cada fibra de mi ser. Entreabrí los ojos y los cerré al instante, ya que la luz
era la más brillante que había visto jamás.
-¿Qué le pasa, doctor?
–escuché a mi lado la voz de mi madre.
-Hasta que no se
despierte no podemos hacer nada. Pero se ha negado a ir al hospital, usted
misma lo ha comprobado. –contestó una voz masculina.
Giré la cabeza,
dispuesta a intervenir pero, al abrir los ojos, vi que estaba sola en mi
habitación.
“¿Estaré volviéndome
loca?”
-Sí, por supuesto,
venga por aquí –respondió mi madre a aquel hombre.
Escuché pasos que se
acercaban, pero ya estaban muy cerca, ya tendrían que estar dentro. Pero no.
Entonces, se abrió la puerta con gran estruendo y entraron mi madre y el médico.
-Así lleva cuatro días,
que viene y se va, retorciéndose de dolor pero negándose a ir a que la miren en
ningún centro –sollozó mi madre.
-Bien, intentemos
tomarle alguna muestra de sangre –dijo él tranquilamente mientras se acercaba.
-Tan… alto… -mascullé.
No me salía la voz,
pero lo poco que llegué a escucharme, me sonó distinta, más aguda, más… bonita.
-¿Qué dices, joven?
–inquirió justo junto a mí.
Su voz sonaba para mí
como si me estuviera gritando en la oreja y me hice un ovillo, tapándome los oídos
con las manos.
-No habléis… tan alto.
-¿Por qué, cariño?
Chillé, porque el dolor
de cabeza que me producían sus gritos comenzó a ser insoportable. Y el esfuerzo
de chillar hizo que volviera a cerrar los ojos y caer inerte sobre la cama.
Abrí los ojos. Era de
día y ya no me dolía nada. Al contrario, me sentía mejor que nunca. Comencé a
levantarme y, de pronto, ya estaba junto a la puerta. ¿Qué acababa de pasar? No
podía ser que me hubiera movido tan rápido…
Di un paso para volver
hacia la cama y, al instante, estaba tumbada sobre ella.
-Dios mío –murmuré.
Entonces recordé lo que
aquel hombre de rostro borroso había dicho: “Se conoce que el potencial humano
no está mínimamente aprovechado…”
-No puede ser.
¿Qué me estaba pasando?
Era capaz de escuchar conversaciones entre susurros en otras habitaciones, ver
hasta el más mínimo detalle de cada objeto a metros de distancia y moverme a
tal velocidad hasta el punto de ni siquiera ser consciente de que me había
movido.
Inspiré hondo y me
incorporé lentamente. Al menos, si lo intentaba, era capaz de actuar con
normalidad. Me levanté y comencé a caminar lentamente de puntillas, midiendo
mis pasos al milímetro.
Justo entonces,
comenzó a sonar mi móvil. Miré a mi
mochila, localizando perfectamente el lugar del que procedía la melodía. En un
segundo, lo tenía junto a mi oreja.
-¿Sí? –inquirí.
-¡Por fin! ¿Qué tal
estás? ¿Qué te ha pasado?
Alejé el teléfono, ya
que los gritos de Julia parecían ir a perforarme el oído.
-Tranquila, no grites.
Estoy bien, ¿tú? ¿No se supone que deberías estar en clase?
-Sí, bueno, es que me
he escapado un momento para poder hablar contigo.
Suspiré, tentada de
contarle todo lo que me había ocurrido, pero la amenaza de muerte pesó más que
eso. Me mordí la lengua y pensé a toda velocidad la excusa que podría
inventarme.
-Muchas gracias
–murmuré, sintiéndome terriblemente culpable-. La verdad es que ya me encuentro
muy bien, mejor que nunca, de hecho.
-Pero, ¿qué te ha
pasado?
Cerré los ojos y
comencé a juguetear con mi pelo. Necesitaba inventarme una buena historia para
satisfacer tanto a Julia como a mi madre. Y, de pronto, me acordé de Jaime,
¿qué iba a hacer con él? ¿Mentirle? Me veía incapaz de hacerlo. Pero tenía que hacerlo.
-¿Sabes qué? Voy para
allá y te cuento todo, ¿vale?
Y colgué sin darle
tiempo a contestar. Necesitaba pensar en lo que iba a hacer. Sobre todo en lo
que le iba a decir a Jaime. No podía salir con él y no contarle que había empezado
a ser una especie de súper-mujer, ¿o sí? Si iba a tener que mentir a todo el mundo
que me importaba, Jaime no iba a ser una excepción, desgraciadamente.
Tendría que empezar a
vivir con que mi vida había dejado de ser tan perfecta como solía.
Llegué al patio diez
minutos antes de que tocara el timbre que anunciaba el final de las clases. Ya había
decidido qué era lo que iba a contarle a todos acerca de mi “enfermedad” y de
por qué me había negado a ir al hospital.
Entonces, vi bajar por
las escaleras a Marcos, el cual parecía bastante enfadado. Levantó la mirada y
se topó con la mía, esbozando una media sonrisa al verme.
-¿Haciendo pellas? –preguntó.
Resoplé y me crucé de
brazos mientras se quedaba a unos pocos pasos de distancia de mí.
-He estado enferma.
-Se te ve fatal –rió,
irónicamente.
Era cierto. Tenía más
aspecto de haber pasado una semana en un balneario que enferma en la cama.
Pero, de todas maneras, mi historia respondía a eso.
-He tenido migrañas.
¿Sabes lo que es? Un dolor de cabeza horrible que no te deja pensar –había
elegido esa excusa porque, en parte, era cierto.
Levantó una ceja y,
tras observarme de una manera extraña, negó con la cabeza al tiempo que se
reía.
-Está bien, no hace
falta que te pongas así. Pero, ya que estamos, quería decirte una cosa.
Esta vez fui yo la que
arqueó las cejas, sorprendida.
-¿A mí?
-Sí, bueno, no veo a
nadie más por aquí –volvió a reír, mostrando su dentadura perfecta.
Me quedé mirándolo,
notando en él algo diferente. Parecía como si, de pronto, hubiera crecido unos
cuantos centímetros y fuera unos años más mayor. Su pelo negro estaba tan
despeinado como siempre, y su rostro seguía con aquella expresión descarada,
pero había algo en él que lo hacía incluso más atractivo.
Él parecía estar
haciendo el mismo análisis conmigo.
-¿Y bien? –inquirí,
cruzándome de brazos.
Se metió las manos en
los bolsillos de los pantalones negros y se encogió de hombros.
-Bueno, lo cierto es
que quería disculparme –no pude evitar quedarme boquiabierta-. Sé que te sonará
raro, sobre todo viniendo de mí,… Pero creo, sinceramente, que la expresión
“empezar con mal pie” se nos aplica a la perfección, Belén. La verdad es que no
soy tan idiota como te he dado a entender estos días, y te pido perdón. ¿Te
importaría que volviéramos a empezar de cero e intentar ser amigos?
-Eh… sí, claro
–conseguí balbucear, atónita por lo que me había dicho-. Sin rencores, solo
espero que de verdad no seas así de idiota, porque de verdad que no lo soporto.
-Muchas gracias, no te
arrepentirás.
Y, tras guiñarme el
ojo, se marchó por donde había venido.
Permanecí quieta donde
estaba, con la boca abierta, mirando el sitio por el que acababa de
desaparecer, sin llegar a entender muy bien lo que acababa de suceder.
Parecía que, después de
todo, Marcos no era tan mal chico como había dado a entender a todo el mundo,
aunque tuve que dejar esos pensamientos para después, porque ahora era Jaime el
que estaba bajando por las escaleras.
Iba con Álvaro, su
mejor amigo, pero al verme murmuró una excusa rápida y bajó corriendo el tramo
que le quedaba hasta estrecharme entre sus brazos.
Enterré la cabeza en su
hombro, sintiendo unas terribles ganas de llorar por todo lo que me había
pasado, y por lo que intuía que quedaba por pasar.
Demasiado pronto para
mi gusto, se separó de mí, aunque solo lo suficiente para poder mirarme a la
cara.
-¿Cómo estás?
Su cara de preocupación
casi me hizo reír. En aquellos momentos me recordaba al niño de ocho años afectado
porque a su mejor amiga la habían castigado por su culpa, y no hacía más que
dejarle notitas en la cajonera para que lo perdonara. Pero había pasado mucho
tiempo desde aquello, y ahora sus preocupaciones serían por otra cosa.
-Bien, tranquilo –le
cogí de la mano, llevándomelo a un sitio más aparatado-. Tenemos que hablar.
-¿Pasa algo?
Cerré los ojos,
convenciéndome a mí misma de que aquello era lo más correcto. Aunque para ello
tuviera que decir la mentira más grande que jamás hubiera dicho, era lo mejor.
-Verás, Jaime. Tú y yo
nos conocemos desde pequeños, somos prácticamente hermanos, y no querría que
por salir unos pocos meses, una amistad de toda la vida se rompiera.
-¿Estás… rompiendo conmigo?
-Sí, Jaime. Lo cierto es
que, lo he estado pensando, y creo que en realidad somos más amigos que cualquier
otra cosa. Y lo último que querría perder en estos momentos es tu amistad.
Vi reflejado en su cara
todo el daño que mis palabras le estaban haciendo, pero mordí la lengua para no
decirle lo mucho que en verdad lo quería, más que como a un simple amigo.
-Ya veo,… Pues, si es tu
decisión, la respeto. No te preocupes, todo seguirá como siempre.
-Lo siento muchísimo.
-Más lo siento yo, Belén.
Y, con una última sonrisa
triste, se marchó, dejándome sola en medio del patio.
Fue cuestión de segundos
que notara las lágrimas luchando por salir, pero justo entonces alguien me dio un
fuerte abrazo por detrás.
-¡Por fin!
Me di la vuelta y, al ver
mi cara, Julia se dio cuenta de que yo no estaba para nada tan feliz como ella.
-¿Qué ha pasado?
-He roto con Jaime.
Y, mientras me abrazaba,
me eché a llorar.
SIGUIENTE, me encanta *_*
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarMe encanta la historia seguiente pliis!!!:)
ResponderEliminar